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El reencuentro de Andrés y Caimán

20190823 caimanMuchas veces se habla de la especial relación de un rejoneador con sus caballos. De cómo dedica a ellos más tiempo que a su propia familia. De en qué medida se convierten en el centro de sus días. Una verdad irrefutable al alcance de todo el que la quiera comprobar. La que se establece entre el hombre y el animal es una relación especialmente cercana, e incluso, íntima. Se convierte uno en el cómplice del otro. Se preparan juntos para ese instante definitivo en que los dos se quedan solos ante todo, ante el toro. Ante la suerte o la ausencia de ella, ante el triunfo o el lamento porque se escapó, ante esa frontera que tantas veces es preciso cruzar, simplemente, para poder seguir. Nadie siente la verdadera dimensión de cómo late un rejoneador como su caballo. Nadie sabe cómo siente un caballo mejor que su torero.

 

Y he aquí el mejor ejemplo real de todo lo dicho. No se veían desde la noche aciaga y dura de El Puerto de Santa María. Andrés Romero y Caimán, su caballo, no se veían desde la salida de aquella banderilla tras la que el animal tropezó y cayó al suelo arrastrando consigo al torero. Luego vinieron los segundos eternos que parecieron no terminar nunca. Y el desconcierto. Y el dolor. Y hasta la nada por un instante para volver a despertar en un mar de dolor y de desconcierto. Por suerte, a Caimán no le pasó nada, que fue lo primero que Andrés preguntó al recuperar la orientación: ¿Dónde estaba su caballo?, ¿qué le había pasado? Nada, por fortuna, nada. El toro de Fermín Bohórquez que arrolló a ambos en su caída, saltó a Caimán y salió de la escena. Bendito instinto el suyo… Desde entonces, desde aquellos segundos de noche negra, Andrés y su caballo no se habían visto. Recuperado algo después de tantas molestias y del preceptivo reposo absoluto de los primeros días en Escacena del Campo, subió ayer el rejoneador a su casa de La Corchuela, en Zufre. Donde vive y donde sueña, donde forja lo que es y cuanto quiere ser. Y nada más bajar del coche y tomar la silla de ruedas que, necesariamente, le acompaña estos días, se acercó a las cuadras de sus caballos para verlos. Y salió Caimán de su paz. Y lo acercaron a Andrés. Y, tal y como Caimán vio a Andrés, estiró su cuello y apoyó su hocico en el hombro del torero. Como muestra la imagen que narra sola lo que tratan de narrar estas líneas. Y ahí se quedó Caimán por unos instantes: apoyado sobre el hombro de Andrés, como arropándole. Y Andrés le rodeó con su brazo derecho, el que puede mover, y ambos se fundieron en un abrazo espontáneo y sorprendente que hizo saltar las lágrimas de todos los presentes. Fue como si Caimán quisiera expresarle así a su compañero de tantas cosas -sin duda que lo hizo-, su alegría por el reencuentro después de aquellos segundos de noche negra con la Tierra dándose la vuelta bajo el cielo de El Puerto de Santa María…

 

Y es que nada ata más a dos toreros que todo cuando viven juntos, cuanto sufren juntos, cuanto gozan juntos. Nada conecta más a dos seres que la soledad de quedarse solos ante todo y necesitarse tanto el uno al otro. Caimán y Andrés Romero necesitaban reencontrarse y lo hicieron. Y sentir que todo vuelve a estar en paz, en su sitio. Juntos los dos.

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