Dicen que el viento es el peor enemigo de los toreros. Y es verdad. Pero también lo es el frío. El frío que emana del viento y el frío que se instala en el espíritu del público que se sienta en los tendidos. Ese frío que lo hiela todo empezando por la voluntad de los toreros que lo dan todo y reciben tan poco. No es habitual algo así en el público de toros. Por eso la Fiesta es fiesta y cuando no lo es se desdibuja en algo irreconocible. No sólo no ayudó, sino que fue como un ancla de gigantes dimensiones tirando de la tarde hacia abajo el juego de las reses de Mateo y Rodrigo, tan desigual y extraña en sus hechuras como en su comportamiento. Lo demás se cuenta pronto: mil y un intento de Andrés Romero y Manuel Moreno por tratar de prender la mecha cuando, sencillamente, no había mecha que prender. Y en ello fue el desencanto de los dos rejoneadores que hoy medían sus conceptos en Villarrubia de Santiago.

Bien es cierto que, de haber estado más acertados ambos con los aceros, tal vez habría caído algún trofeo más que el únicamente concedido a Moreno en su primer toro. Con la misma insistencia que en ése se le pidió a Romero la oreja en su segundo, pero el palco, impertérrito, no lo concedió. La tarde estaba a la deriva ya porque el clima en que nació siempre le fue a la contra. Y así es difícil. O imposible. Hoy soplaba viento en contra en tierras de Toledo. Y el viento trajo el frío. Ese frío que cala y lo hiela todo. El cuerpo y el alma. Y si no hay alma en una tarde de toros, no hay toreo. Ni fiesta. Es imposible. Tanto como superar ese frío que cala. El que viene del viento y el que se instala en el espíritu del público...