La Real Maestranza de Sevilla puesta en pie con palmas por Huelva. Un grupo de niños allá arriba en la grada de sol entusiasmados porque su héroe lo ha vuelto a ser. "¡Andrés, Andrés!", le corean... Miles de personas que hoy decidieron ir a los toros en busca de sensaciones únicas y se las encontraron a bocanadas. Y un torero, un hombre, roto de la emoción, con las manos cubriéndole la cara concentrando para sí toda la emoción del momento. Su momento. El que llevaba años soñando. Por el que lleva años trabajando sin desmayo. El que se debía a sí mismo y el que se merece por derecho propio. Sólo él sabe lo que en ese preciso instante le decía su corazón. Es su secreto... Hoy era el día y hoy tenía que ser. La tarde de gritar que quiere, que puede y que debe. Los toreros grandes, como los hombres grandes, son aquellos que tienen la capacidad de decidir que ése es el día y hacer que sea. Como Andrés Romero hoy en Sevilla...
Superación. Ésta es la palabra que le puede poner título a la crónica de la tarde en que Andrés Romero tomó la alternativa en Sevilla. Como cada día de su vida. Superación. La que lleva a los hombres a crecerse. La que lleva a los toreros a serlo. No debe ser fácil, entre que uno hace verdaderos esfuerzos por controlar dentro tanta emoción como se le quiere desbordar, apostar como lo hizo de salida yéndose a portagayola con Perseo marsellés en mano y sentir cómo hieren a tu compañero allí en la plaza sólo unos instantes después. Un momento de ésos que desencajan al aficionado y que bien puede desconcertar al torero. Pero no. Hoy era el día y nada lo iba a torcer... Andrés se rehizo de la cornada a su caballo y siguió a lo suyo, toreando porque es lo único que cabía. Y puso en liza a lo mejor de su cuadra: Conquistador, Carbón, Guajiro y Bambú. No se arredró, apostó fuerte, se dejó llegar mucho al toro de Bohórquez, manso y a menos y cada vez más esperando por dentro y con peores intenciones, quebró con ajuste de verdad y demostró que no se conformaba con estar en el cartel soñado por cualquier rejoneador... Demostró que formaba parte de ese cartel por mérito propio. Incluso mató bien porque dejó un rejón entero, al que, quizá, le faltó caer dos dedos más por delante para tener toda la efectividad que hacía falta. No fue así y Andrés Romero echó pie a tierra para descabellar. Los cinco intentos que precisó se llevaron por delante la oreja que tenía en la mano.
Pero rendirse no es de toreros. Quedaba el sexto. Húbedo de nombre, número 35. Un toro que a los profesionales había gustado mucho en los corrales. Lástima que su lámina fuera más que su celo. Porque el toro de Bohórquez renunció a la pelea desde el principio y eso lo ponía todo un poquito más cuesta arriba. Pero daba igual. Hoy era el día. Andrés Romero lo había decidido así. Primero paró al toro con Carbón en un palmo de terreno y con el temple de los privilegiados. Después, ya en banderillas, le llegó a Húbedo todo lo que él no quería y más con Cantú. Con Guajiro quebró en repetidas ocasiones en la misma cara para salir de la suerte con piruetas que le ponían a la faena la emoción que el toro quería robarle. Pero hoy era el día. Lo había decidido así Andrés Romero. Y en un torero, quien manda es su voluntad. Toda ella se concentró en un segundo, ese tiempo eterno que separa el triunfo de lo que no lo es. Un segundo para un rejón de muerte donde iba mucho: la justicia, el crédito, la gloria... Cayó rodado Húbedo y Andrés rompió en lo que rompen los hombres cuando se rompen. Los dos pañuelos asomaron también con el tiempo que debían para que la emoción fuera máxima: nos hizo sufrir a todos el presidente... Pero asomaron y las dos orejas más importantes de su vida se posaron donde debían. La Maestranza crujió por Huelva mientras, desde la grada de sol, medio centenar de niños que ya no olvidarán nunca la tarde de toros de hoy, coreaban "¡Andrés, Andrés...!". Aclamaban a su héroe que otra vez lo fue para constatar lo que es la máxima de su vida: que el tiempo es el juez del que Dios se sirve para poner a cada uno en su sitio. Y hoy era el día...