Ser de Andrés Romero es así. Sufrimiento hasta el último segundo, pero hasta el último segundo también la esperanza y la certeza basada en la experiencia de que todo es posible. Es la magia de creer. Pero la fe se alimenta de hechos, si no se muere. Por eso creer en Andrés Romero es un sentimiento tan vivo: porque ya se encarga él de dar razones a quienes, con él, no se rinden nunca. Hoy tampoco lo hizo en Algeciras porque era el día en que arrancaba su temporada española en cuanto a corrida de toros. A finales de junio, pero es que así están las cosas. Y cuando las cosas están así no queda otra más que creer y trabajar en la confianza –probado queda- de que todo llega.
No hay tiempo que perder, nunca lo ha habido. El camino de Andrés Romero no es sencillo porque el toreo, como la vida, no lo es. Pero todo lo suyo es suyo, nadie se lo ha regalado. Hoy tampoco. Su cara al cruzar el patio de cuadrillas a lomos de Perseo en busca del sexto de la tarde, su voz rotunda al pedir que le abrieran las puertas porque le hervía la sangre, su seguridad al meterse dentro de la puerta de toriles más de lo que cabía, ese esperar al toro hasta que se hilara a la cola de Perseo… La forma tan intensa y tan de verdad en que Andrés se entregó a la suerte frente a ese sexto, el último cartucho de la tarde (de la noche ya), pero no de su esperanza… Todo eso tan de Romero...
Como durante toda la faena, quiso ya desde el comienzo desentenderse el toro de Benítez Cubero, pero le buscó una y otra vez Andrés marsellés en mano para provocar sus arrancadas y no dejar que se disipara el run run que su portagayola había levantado. Dejó un rejón de castigo y se fue el jinete onubense a por su cómplice de tantas batallas al límite, Guajiro. Y con Guajiro compuso Andrés por completo el tercio de banderillas, de menos a más, en reunión, en emoción, en seguridad, en exposición y en redondez. Esperaba mucho el de Benítez Cubero, había que llegarle para batir o quebrar en la misma cara y así lo hizo. Con esa fe que da saber que ya vivió antes momentos como éste y haberlos conquistado todos. Y a base de esa verdad que transmite a los tendidos un torero que lo está dando todo, Algeciras se metió cada vez más en la composición del torero de Escacena del Campo, que tuvo también la virtud de medir con precisión la faena. Por eso sacó luego a Bambú para dejar un carrusel de cortas ligado con exactitud. Y luego a Chamán, con el que clavó una rosa para, a continuación, dejar un rejonazo soberbio que apenas demoró un par de segundos la muerte del toro. Justo como hacía falta. La fe que nunca falla cuando de verdad se cree en ella… Mientras que Andrés Romero, solo en medio de tanta gente, perdía su mirada en el cielo púrpura de Algeciras, buscando, quizá, en él la sonrisa cómplice de Iván Fandiño –su amigo-, recordando en tan poco tiempo todo el tiempo de trabajo solo y sin recompensa de estos meses atrás, la plaza se llenó de pañuelos y los dos que son las llaves mágicas de todas las puertas le abrieron de par en par la Puerta Grande de Algeciras tras la que siempre espera Miguelín.
Antes, en su primero, Andrés Romero se midió a un toro de Pallarés reservón y áspero y que tampoco le devolvió en la justa medida en la que el torero le puso. Lo paró con Montes, que debutó así en corrida de toros, y lo banderilleó con Kabul, Odiel y Bambú en un tercio donde todo fue obra del rejoneador. Cobró, como después, otro rejón entero, pero el de Pallarés tardó en caer y tuvo que descabellarlo. Con todo, la petición de oreja fue suficiente como para que el palco hubiera concedido la oreja. No lo estimó así. Ahora, ya después, poco importa. Quedaba el sexto y eso, cuando se trata de Romero, es mucho. No olviden nunca que la vida es cuestión de fe, de los que creen de verdad a pesar de todo. Como Andrés Romero.