No parecía que, viéndole de salida, el toro rompiera como lo hizo. Tan encastado, tan encendido. Porque salió distraído, muy a su aire, lo que obligó a Andrés Romero a llegarle mucho con Copito, a provocar una y otra vez sus arrancadas, a no concederle un solo instante de tregua porque se trataba de meterlo en el canasto. Y explotó el toro sacando lo que llevaba dentro a partir de la primera farpa. Prendió como un cohete y ya no paró de embestir con una emotividad a la que el torero onubense le sacó todo el partido. Por ejemplo, con Fuente Rey, ya en banderillas. Para torearlo de costado, muy encelado el burel al estribo del jinete, pulseando la embestida que no era sencilla por la mecha que llevaba. Por eso fue tan emocionante cada vez que le cambió los terrenos y se metió por dentro, además, muy ajustados los espacios entre el caballo y las tablas. Las reuniones fueron perfectas, muy arriba también, y los quiebros surgieron eléctricos como rayos en la noche. De corazón caliente y cabeza fría, supo Romero revestir toda esa intensidad con bellos pasajes de alta doma, lo que conectó mucho con el tendido, completamente llenos. Tras Fuente Rey, sacó Andrés a Farrugia. Tal era el motor del toro que no pudo realizar la suerte habitual con este caballo de clavar parado porque no paraba de moverse. Inteligente, el rejoneador se lo dejó venir, perdiéndole pasos, para provocar el embroque y quebrar cuando ya no le quedaba terrenos para más. Sonaba la música y callaba la plaza, que estallaba con las suertes. Pidió el público una banderilla más que el palco concedió y que Andrés Romero ejecutó con Kabul, dejándose venir también al ejemplar de Brito Paes para clavar volcándose sobre el morrillo en una última dosis de la entrega total de Romero hoy en una plaza que, en justa correspondencia, se le entregó también. Andrés compartió la vuelta al ruedo con el ganadero. Fue lo justo tras lo vivido: una noche de fuertes emociones.