Una cicatriz que duele con sólo mirar le cruza el hombro izquierdo de parte a parte. La herida se nota aún fresca. Apenas hace siete días que le abrieron el hombro para reducir la fractura de la clavícula por la caída de El Puerto que se había abierto aún más por el esfuerzo hecho en Ronda. Tenía que parar sí o sí cuando lo que él buscaba era probarse para torear al día siguiente. Aquel anuncio a su cuadrilla –“Señores, mañana no podemos torear, es imposible, me intervienen esta misma tarde”- sonaba a punto y final de un año que ha sido –que es- una pura montaña rusa. Pero puede que sonara a “hasta la vuelta” para los demás porque lo que él estaba queriendo decir es que tenía que operarse irremediablemente, pero que le quedaba una semana hasta la cita de Moita y que una semana era todo el tiempo del mundo para sentirse mejor y poder torear. No ha habido una sola persona de su entorno, a quienes él escucha, que no le haya dicho que era mejor parar ya, recuperarse bien y llegar fuerte a 2020. Pero, estando Moita de por medio, y luego Riaza y más tarde Algemesí, 2020 queda demasiado lejos como para pensar en parar. Su lucha interna no le permite parar. Ese ejercicio constante e implacable de superación que motiva cada uno de sus pasos no le permite rendirse por más que una cicatriz que duele con sólo mirarla le cruce el hombro izquierdo de parte a parte. Y no intenten entenderlo: los toreros son así. Únicos.
Puede que la clavícula y la pelvis –que sigue teniendo rotas- le hayan dolido como bocados en el alma en cada trote, en cada galope, en cada giro, en cada gesto. Puede que haya sido así, pero nadie lo ha notado. Porque ha sido el Andrés Romero de antes de El Puerto. Y el de Ronda. El de la mirada encendida y seria, concentrada y segura que hace mucho que focalizó el horizonte donde se clava y no le pierde el rastro. Más bien, le sale al encuentro en cada tarde (o noche) de toros. Le dio igual que Hidalgo sea, quizá, de los de salida, el caballo que más pese a la mano. Le dio igual. Salió con Hidalgo para recibir y parar al toro de Passanha, que tuvo nobleza, pero al que tenía que ir a buscar por su tendencia tarda, sin demasiado celo más que cuando el juego era por dentro, muy cerca de las tablas, como se prestó con Fuente Rey, ya en banderillas. Porque antes, con Caimán, Andrés hubo de buscarle siempre y llegarle al aliento y tirar de él para que acometiera. Sin hacer nada feo ni nada malo, pero sí para que, al menos, se arrancara. Justamente con Fuente Rey fue cuando el jinete de Huelva se sintió más a gusto. Dio media plaza en cada cite: el toro en los medios y él, partiendo de las tablas. Y trotó muy despacio para llegar así al embroque, que se producía sólo cuando el astado ya estaba bajo el estribo. Y ahí clavaba. Todo en los medios. Y muy despacio. Ni una brusquedad, todo pulseado, aunque a la salida de las suertes explotara Romero en su propia satisfacción por lo que estaba haciendo. Repitió el guión con Kabul, con el que se pasó muy cerca al ejemplar de Passanha en lances que rebosaron seda. A más, la gente se fue metiendo en la faena del onubense y en su manera tan sincera de hacer las cosas. Y de estar en la plaza. Y de ser torero. Por eso sonó tan a clamor la vuelta al ruedo, que Andrés dio con el rostro iluminado porque volvía a sentirse dueño de sí mismo. Puede que por dentro le doliera hasta el alma, pero eso sólo él lo sabe, nadie lo notó. Porque ha sido de nuevo el Andrés Romero de antes de El Puerto, el que sabe dónde está lo que quiere y cómo hacer para encontrarlo.