Tarde de otoño, más que de verano. Nublada y lluviosa. Triste. Tarde de sobreponerse a los elementos, unidos a éstos el juego escaso de los dos toros de Luis Albarrán en el lote de Andrés Romero. Tarde de ser fuerte. Y lo fue el onubense. De nuevo sobreponiéndose a las lesiones de pelvis y de clavícula que, lógicamente, aún arrastra. Pero más que el dolor, le pueden las ganas de torear, de seguir adelante, de completar un año que está siendo tan a prueba. Le dio alguna opción más el primero de sus oponentes, simplón en su comportamiento y, por ello, frío, sin transmisión, pero puso el calor Andrés en una faena a más, de plena entrega en cada suerte, en cada pasaje de un capítulo que deja de nuevo el argumento de la solidez profesional y artística en que se asienta. Llovía, pero no dejó de pisar a fondo nunca el acelerador de la verdad en cada uno de los encuentros frente a un enemigo que le ayudó muy poco y que en contadas ocasiones fue adelante de verdad. No dejó Romero que hubiera ni un solo tiempo muerto y consiguió que el público se metiera en lo que hacía. La petición de la oreja fue unánime.
El segundo de sus toros fue malo de solemnidad. Manso y a la defensiva, tosco, todo lo hizo a arreones. Bastante con esquivar sus hachazos, con ganarle la acción para imponer el toreo de lidia y brega que fue esta segunda faena. Esa condición del burel desconectó algo a la gente, que, no obstante, al final sí supo valorar el esfuerzo y la disposición de Andrés Romero materializada en otra oreja que le supuso una nueva puerta grande. Aunque el jinete de Escacena prefirió salir a pie. Y es que fue una tarde triste, de las que te obligan a ser fuerte.