Hay momentos en la vida de las personas que parecen tener un guión propio, exclusivo, tallado a medida para él. Una forma de ser las cosas, de suceder, de cumplirse. Una especie de escaleta de los acontecimientos, de cómo tienen que pasar para ser especiales, inolvidables y por siempre deseados por más que se hayan vivido con anterioridad. En la vida de Andrés Romero, ese momento llega cada agosto, por Colombinas. El escenario es su casa. Su plaza. La Plaza de Toros La Merced. Será el ambiente que lo envuelve, la luz que lo atrapa, la esencia que se respira, el color que se impregna, el cariño que revolotea en el ambiente... Será todo eso que cada agosto, por Colombinas, el momento con guión propio en la vida de Andrés Romero se repite. Y va cumpliendo sus partes. La ilusión primero, la esperanza después, la emoción siempre, la desilusión sostenida, la mirada encendida de rabia y de fuego, la mirada concentrada, la ambición desmedida y materializada en la forma de hacer su toreo. Y, al final, el guión se cumple tal cual y termina en un torero de rodillas ante otra oportunidad ganada y una plaza -y una ciudad- entregada a ese torero en justa correspondencia a su sincera verdad. Es como una montaña rusa de emociones a lo largo de dos horas y pico de sesión con la culminación de la emoción mayor: la del triunfo y la salida a hombros.
Ese guión tan de Andrés Romero volvió hoy a su cita con las Colombinas. Poco había podido pasar en el primero porque fue un toro, como la media de la corrida de Los Espartales, de escaso fuelle, de fondo justo, de contadas prestaciones. Y eso que Andrés apostó alto de salida yéndose a portagayola con el marsellés a lomos de Fuente Rey, pero su propuesta por variar el guión ya conocido no encontró la respuesta del toro del hierro extremeño que, poco a poco, se fue parando y desfondando. Construyó todo el tercio de banderillas con Kabul, caballo que se ha hecho experto por su capacidad, recursos y valor en toros que son renuentes. No se cansó Romero de abrirlo una y otra vez a los medios, de sacarlo de su querencia, de insistir para ganar, llegando a la cara y tirando de él aun a costa de evitar arrancadas a la defensiva. Expuso sin remilgos Romero, que no mereció ese fallo a espadas ya con Chamán porque el esfuerzo con el manso había sido grande.
Pero eso entraba en el guión de este momento de agosto en la vida del rejoneador de Escacena del Campo. Todo quedaba por ganar con la última carta de la baraja. La tarde, el broche de unas Colombinas importantes, se iba terminando sin triunfo ya fuera por unas cosas o por otras. Andrés jugó esa carta a ganador con un viejo conocido de pretéritas heroicidades en La Merced, Perseo. Frente a frente a la suerte que debía salir por toriles, dispuesto a cambiar él esa suerte si no venía de cara. Como entraba en el guión. El envite fue, primero, sorprendente y, luego, emocionante. De poder a poder. Salió fuerte y no del todo metido Cantaor-11 y le aguantó el pulso el jinete, que clavó quedándose muy quieto. Expuestas sus intenciones, se puso entonces a torear con esa muleta latiendo que es Caimán, temple puro e innato. Pulso en el jinete para llegar al enemigo, tráerselo hilado y conducirlo cuanto le daba su voluntad para luego clavar banderillas al cuarteo luego de cargar la suerte como forma también de provocar la arrancada. Llegó entonces esa parte del guión sin la que el guión no tiene sentido: la aparición de Guajiro. El alma gemela de Andrés Romero, su alter ego, su prolongación natural, su cómplice cuando el compromiso más acució. Y no falló el que nunca falla. Y el binomiro Romero-Guajiro hizo vibrar otras Colombinas más a Huelva en varias banderillas puestas con la verdad de ir muy defrente y la pureza que en sí misma encerraba la compeljidad de lo que el toro esperaba. El quiebro muy en la cara. Incluso, el último de ellos, con el burel completamente parado y, no por ello, renunciando el rejoneador al momento cenital de su momento. Fue la chispa que terminó de inclinar la balanza del lado de la felicidad. Porque todo estaba a propósito para que el guión se cumpliera. Estaba en el brazo y en el corazón de Andrés Romero. El toro se paró, casi ni giraba. Andrés y Chamán se asomaron a la cuna de los pitones de Cantaor-11, tenía que ser el todo o nada porque el toro no iba a colaborar. Y sonó hondo el rejonazo. Y cayó entero. Y fue fulminante. Y se arrodilló Andrés, como cada Colombinas, ante la nueva oportunidad conquistada. Por méritos propios. Es su momento, el suyo con Huelva. La historia de un momento con guión propio y con vida propia.